lunes, 2 de enero de 2017

Ilusión

Recuerdo que de chico la época navideña me ponía alegre. Me encantaba ver los lugares decorados, ir al supermercado Norte y ver el Papá Noel inflable encima de la entrada principal. Me acuerdo de mi pinito personal, que no era más que una punta remanente, vieja y deslucida, que decoraba con todos los adornos viejos que se dejaron de usar desde que cambiamos el pino artificial por uno real. 
Recuerdo esperar ansioso la Navidad. Comer (a desgano) la comida típica (que siempre resulta fuera de temporada para el verano argentino). Esperar que las agujas estén en las doce de la noche. El brindis. Me emocionaba tanto que a veces terminaba con lágrimas. Después corría al living a poner al pequeño Jesús en el pesebre, por algunos años con casita hecha con mi hermana. Salir a la calle a ver los fuegos artificiales de prácticamente todo la ciudad (vista privilegiada por vivir en loma al pie de las sierras). Hacer el recorrido de saludo a los vecinos.
Volver a entrar. Encontrar los paquetes. Cuando estaba mi abuela, no podía faltar el sobre con plata. Se le iba la jubilación en sus nietos.
Ser feliz.

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